La importancia del juego psicomotriz en el desarrollo grafomotor
Pedro Pablo Berruezo Adelantado
La grafomotricidad: el movimiento de la escritura. -The graphic-motor skill: the movement of handwriting – Revista Iberoamericana de Psicomotricidad y Técnicas Corporales, Número 6, Mayo de 2002
«El niño escribe con todo su cuerpo y el cuerpo escribe con todo el niño»
Daniel Calmels (1998, 34)
“La actividad gráfica, y más específicamente la escritura, es la primera expresión de un aprendizaje motor cognitivo”
Le Boulch (1997, 197)
Es preciso hacer hincapié sobre el hecho de que el desarrollo grafomotor (la posibilidad de llegar a realizar una escritura manuscrita) se produce por la confluencia de factores intrínsecos (de maduración, de desarrollo y de capacidades previas) y extrínsecos (de aprendizaje, de entrenamiento). Con demasiada frecuencia se ha reducido el aprendizaje de la escritura a un entrenamiento sin ocuparse de requisitos previos que debe aportar el individuo al proceso de aprendizaje.
El desarrollo grafomotor necesita como requisito previo la consecución de determinados logros (García, 1987):
– coordinación visomotriz ajustada, que supone la concordancia entre el ojo (verificador de la actividad) y la mano (ejecutora), de manera que cuando la actividad cerebral ha creado los mecanismos para que el acto motor sea preciso y económico, la visión se libera de la mediación activa entre el cerebro y la mano y pasa a ser una simple verificadora de la actividad;
– constancia de la forma, esto es, la capacidad de reproducir las formas en procesos secuenciales sin alterarlas, como resultado de la integración de procesos perceptivos de reconocimiento y apropiación de la forma, con un nivel constante y preciso de la atención en cada momento;
– memoria visual y auditiva suficiente, o lo que es lo mismo, capacidad de fijación espacial y temporal, puesto que el grafismo traduce la experiencia del lenguaje oral al que va indisolublemente asociada;
– correcta prensión del útil y posición del soporte, es decir, realizar correctamente, con la mano dominante, la pinza digital (pulgar-índice) con el apoyo inferior del dedo medio, situarlo a una distancia determinada del extremo, en posición oblicua y colocar el papel correctamente con relación al cuerpo (la base paralela a la línea del tronco;
– coordinación entre prensión (del lápiz) y presión (sobre el papel), lo que supone alcanzar el equilibrio de estas dos fuerzas contrapuestas que va a permitir el avance y el giro con fluidez, rapidez y precisión, puesto que el acto gráfico implica una necesaria inhibición de aferencias propioceptivas de tipo postural para centrarse en la acción de escribir (Quirós y Schrager, 1979);
– integración del trazo en la estructura bidimensional del soporte, para ello el niño necesita tener la capacidad de fijar las coordenadas que definen el soporte (arriba-abajo, delante-detrás, antes-después y sólo posteriormente izquierda-derecha) para establecer las condiciones de direccionalidad de la escritura;
– automatización del barrido y salto perceptivo-motor (de izquierda a derecha y de arriba a abajo), ya que la mirada y la mano han de desplazarse en función de los parámetros que estructuran la secuencia de ejecución de la escritura;
– capacidad de codificar y descodificar simultáneamente señales visuales y auditivas, puesto que la escritura es un sistema de doble señal (auditivavisual) cuya integración simultánea resulta imprescindible;
– automatización de los giros y encadenamiento de las secuencias (melodía cinética), porque la direccionalidad de la escritura establece un modo de ejecución basado en giros y trazos rectos, se necesita la automatización de tales movimientos y la capacidad de ligarlos para asociarlos en estructuras secuenciales diferenciadas (palabras); el concepto de “melodía cinética” (Ajuriaguerra, 1964) expresa la integración motora de las grafías encadenadas, formando secuencias en las que el impulso que se genera en la realización de cada una de ellas se encadena con el de la realización siguiente, formando una estructura motriz melódica.
Para su uso en la escritura, el trazo ha de pasar de la interiorización a la automatización, con lo que las palabras, al ser vaciadas de la carga de conciencia que necesitaban para su realización gráfica, pueden ser llenadas con una carga de significado para la expresión y comprensión de las mismas. En este sentido, Defontaine (1980) afirma que la escritura es un medio de expresión para la creatividad del niño que precisa un cierto nivel psicomotor y mental, difícilmente accesible en edades muy tempranas.
La grafomotricidad, para muchos educadores, se reduce a la estimulación de las condiciones previas para la ejecución gráfica. Precisamente esta idea, a nuestro entender demasiado reducida y básicamente equivocada, ha provocado un gran desarrollo del trabajo sobre “prerrequisitos” tanto de la lectura como de la escritura, de los que saben mucho los maestros y maestras de educación infantil.
Según Ajuriaguerra y sus colaboradores, las actividades de manipulación y los ejercicios de habilidad digital fina contribuyen, consecuentemente, al desarrollo de la escritura. Pero otros elementos del desarrollo psicomotor como el control de la postura hacen posible la realización de los movimientos gráficos. Así la posibilidad de coordinar y disociar movimientos, al nivel de los dedos, la mano y el brazo va a resultar necesaria para la adquisición de una destreza grafomotriz. Igualmente, el tono, va a condicionar la presión gráfica sobre el soporte y la prensión sobre el utensilio de escritura, condicionando la calidad del trazo y su velocidad. Para ellos los factores de evolución de la escritura son:
– el desarrollo de la motricidad, distinguiendo dos niveles: el del desarrollo general (regulación tónico postural y coordinaciones cinéticas) y el de la motricidad digital;
– el desarrollo general del niño, sobre el triple plano de la inteligencia, la afectividad y la socialización;
– el desarrollo del lenguaje y los factores de estructuración témporo-espacial, puesto que si se domina mal el lenguaje, su traducción gráfica será defectuosa (la escritura es un simbolismo de segundo orden), al igual que si existen dificultades para orientar y juntar los signos; y
– el ejercicio y las exigencias de la situación y del medio, tanto el proceso de aprendizaje como los condicionantes del ambiente social y familiar en el que se encuentra el niño y que pueden favorecer o dificultar el progreso de la escritura.
Otros autores se han ocupado de resaltar el componente psicomotor necesario para el control del grafismo. Vayer (1985), para quien la escritura es un acto neuroperceptivo-motor sostiene que el sujeto necesita para escribir:
– unas capacidades psicomotoras generales, entre las que están la capacidad de inhibición y control neuromuscular la independencia segmentaria, la coordinación óculo-manual y la organización espacio-temporal;
– una coordinación funcional de la mano, que se refiere a la independencia de la mano con respecto al brazo, de los dedos y a la coordinación de la prensión y la presión; y
– unos hábitos neuromotrices correctos y bien establecidos, siendo los más importantes la visión y transcripción de izquierda a derecha, la rotación habitual de los bucles (sinistrógiro y dextrógiro) y el mantenimiento correcto del utensilio de escritura.
Para Defontaine (1980), estos requisitos para la escritura serían:
– la integridad de los receptores sensoriales (vista y oído);
– el control motor ajustado, puesto que si no existe un dominio de los movimientos finos de los dedos no podrá aprender la realización de los signos ni podrá ordenarlos en un espacio determinado;
– el correcto desarrollo del esquema corporal y la lateralidad, puesto que el sujeto debe estructurar y organizar lo que ve, oye y siente;
– una buena organización espacial, ya que es preciso reconocer el espacio, orientarse, evaluar distancias, formas y prever los movimientos a realizar;
– una buena organización del tiempo y el dominio de las nociones espaciales;
– un buen desarrollo del lenguaje oral, un sistema fonológico preciso que permita distinguir los sonidos;
– una buena madurez afectiva; y
– una buena estimulación y motivación, junto con un buen equilibrio.
Los terapeutas ocupacionales, que se encargan del desarrollo de las habilidades preescritoras en la atención preventiva o reeducativa de los trastornos del aprendizaje en los Estados Unidos de Norteamérica, trabajan precisamente sobre las habilidades básicas con las que el niño tiene que contar antes de llegar a la enseñanza con el lápiz. Para Lamme (1979), estos requisitos son:
– habilidad muscular fina para controlar los músculos de la mano;
– integración visomotriz, habilidad para mover con destreza la mano guiada por los ojos;
– habilidad para agarrar y mantener los utensilios de escritura;
– habilidad para realizar formas lisas, trazos básicos, líneas, círculos, etc.;
– discriminación visual, reconocimiento y conciencia de las figuras, formas y letras, así como la habilidad para deducir los movimientos necesarios para realizarlas; habilidad para describir lo que ve; y
– orientación hacia el lenguaje escrito, incluyendo análisis visual de las letras y las palabras y habilidad para distinguir entre derecha e izquierda.
Para Klien (1990), igualmente preocupado por los aspectos perceptivo-motrices de la escritura, los requisitos necesarios para que un niño sea capaz de escribir manualmente son:
– haber alcanzado el nivel de desarrollo del juego de construcción;
– ser capaz de diferenciar formas y tamaños;
– comprender conceptos abstractos básicos;
– tener buen equilibrio para permanecer sentado sin más apoyos y con las manos libres;
– poseer una estabilidad de hombro y de muñeca que facilite el control distal del lápiz con un agarre firme pero no rígido;
– tener establecida la dominancia de la mano de escritura y usar la no dominante para estabilizar el papel; y
– tener una adecuada coordinación entre la visión y los miembros superiores.
Como resumen de todo esto, en opinión de Rivas y Fernández (1994), para que un niño logre la ejecución gráfica correcta, al iniciar el aprendizaje de la escritura debe ser capaz de:
– encontrar su propio equilibrio postural y la manera menos tensa y fatigada de sostener el utensilio de escritura,
– orientar el espacio en el que ha de escribir y la línea (real o imaginada) sobre la que colocar la letras de izquierda a derecha, y
– asociar la imagen de la letra al sonido y a los gestos que se corresponden con su ejecución.
EVOLUCIÓN GRAFOMOTRIZ
El proceso grafomotor, tal y como lo entiende Rius (1989), conduce al niño del grafismo a la grafía, es decir, de la ejecución espontánea de trazos a la ejecución voluntaria y consciente de signos con contenido lingüístico.
La escritura se adquiere tras un largo proceso que lleva al niño a pasar del plano iconográfico al pictográfico y de éste a la palabra como representación gráfica de los sonidos de la lengua.
Nos encontramos, pues, en la fase de la representación, que en el esquema tradicional del desarrollo de las nociones o contenidos psicomotores va precedido por la vivenciación y la interiorización. Rius (1989) describe cuatro grandes fases en la evolución de la grafomotricidad:
– fase manipulativo-vivencial, de observación y manipulación de los objetos reales;
– fase de interiorización, de utilización simbólica de los objetos (objetos mentales);
– fase de representación perceptiva, de utilización de esquemas, conocimiento rudimentario de cualidades diferenciales; y
– fase de conceptualización, de construcción y manejo de signos.
Siguiendo una pauta cronológica podríamos describir los logros y adquisiciones de los niños en cada momento a partir de sus producciones, como han hecho varios autores (Rius, 1989; Teberosky, 1992; McLane y McNamee, 1999).
Entre los dos y los tres años y medio, los niños realizan manchas y garabatos por el mero placer de rayar. En estas producciones se encuentran ya algunos grafismos como la línea recta, la cruz y la redonda.
Entre los tres años y medio y los cuatro años y medio, ya aparece en el niño un proyecto previo a la realización del dibujo. Aparecen dibujos representativos y un mayor número de grafismos que servirán para la escritura posterior: línea recta, líneas cruzadas, redondas, arcos, ángulos, cuadriláteros y cenefas, tanto angulosas como onduladas. Todavía no hay direccionalidad ni giro adecuado en los grafismos.
Entre los cuatro años y medio y los cinco años y medio aparecen dibujos representativos de dos maneras: de forma enumerativa (muchos temas en una sola hoja de papel) o temática (un tema con diferente iconografía representada). Igualmente, podemos encontrar en el dibujo toda una suerte de grafismos que son la base de las posteriores grafías de la escritura.
Entre los 5 años y medio y los 6 años y medio el dibujo es necesariamente temático y aparecen significantes del sistema lingüístico tanto de forma activa como pasiva: pinta las palabras que ha escrito el maestro o que describen el trabajo a realizar decora con cenefas los rótulos, repasa las palabras escritas por el maestro o produce figuras y garabatos que se asemejan a las letras del alfabeto que le resultan familiares. Ya existe una direccionalidad izquierda-derecha y se distinguen figuras cerradas y figuras abiertas (arcos, ángulos) organizadas de forma secuencial.
Entre los seis y medio y los ocho años el niño escribe libremente integrando palabras junto a sus dibujos y posteriormente va utilizando palabras conocidas y realizando inferencias para construir otras nuevas. Se organizan todos los grafismos en el plano y se puede pasar de la organización espacial abierta a una pauta estructurada en el soporte.
Esta podría ser la secuencia cronológica de evolución del grafismo, que habría que combinar y coordinar con la secuencia de aprendizaje de la escritura que se propone a los niños a lo largo de la etapa de Educación Infantil y primer ciclo de Educación Primaria. En definitiva, desde el punto de vista grafomotor el niño tiene que aprender (Hamstra-Bletz y Blote, 1993):
– las formas particulares que se utilizan en la escritura,
– el modo en que se realizan tales formas, y
– la configuración de las formas escritas en la superficie de escritura.
En su análisis, ya clásico, Ajuriaguerra (1964) distingue tres grandes fases en el desarrollo del grafismo:
– la fase precaligráfica, en la que el niño manifiesta una falta de destreza (incapacidad motriz) y progresa hacia una mayor regularidad;
– la fase caligráfica, en la que el niño ha superado las dificultades de dominio anteriores y la escritura se afianza en madurez y equilibrio; y
– la fase postcaligráfica, en la que la exigencia de velocidad en la escritura provoca la adaptación de los cánones caligráficos a los patrones de ejecución personalizados.
Precisamente, en los sujetos disgráficos no se produce esta evolución, pues a partir de los momentos iniciales, en los que se pone de manifiesto su incapacidad motriz, muestran la imposibilidad de superar esta fase desarrollando una sintomatología característica.
Podemos afirmar con Ajuriaguerra (1964) que en todos y en cada uno de los momentos, la escritura es la resultante de cuatro componentes: la destreza (mayor o menor grado de incapacidad motriz), el esfuerzo, la economía y la coacción caligráfica (ajuste a los patrones establecidos). En toda la etapa del aprendizaje y del mantenimiento de la escritura, estos factores tienen un valor determinado y una incidencia positiva o negativa sobre la calidad de la escritura. Así, la destreza se va desarrollando normalmente con el tiempo y el ejercicio; el esfuerzo inicialmente puede causar crispación e incidir negativamente en la calidad; la economía va mejorando el trazo en el aprendizaje y a veces deformándolo en la estabilización de una letra personalizada; y en todo momento hay que respetar en mayor medida la coacción que impone la regla caligráfica pues si no fuera así se perdería la legibilidad, con lo que la escritura carecería de posibilidad comunicativa.